martes, 22 de febrero de 2011

sábado, 9 de octubre de 2010

Señoraaraña.


Siempre me dieron mucho miedo estos bichos. ¡Llueve! :)

viernes, 12 de marzo de 2010

Ya no canto, sólo digo

Calculas el tiempo más o menos. Te duchas. Te secas. Eliges la ropa para hoy. Te pones parte de ella. Te secas el pelo. Te terminas de vestir. Agrupas tus herramientas. Las pones en un montoncico en la mesa al lado de la puerta. Las armas definitivas gracias a las cuales vas a sobrevivir lo que queda de tarde. El móvil con dos rayas de batería, las llaves, la cartera y el iPod. También coges la mochila y metes ahí "el paquete". Te perfumas y toqueteas el pelico para salir más o menos decente a la calle. Todo ésto condicionado por una motivación de rango medio-bajo. Tu misión de hoy está clara: mentir, fingir, engañar, liar, romper algunas normas del gran código del orden moral, y así. No es una idea muy atractiva, pero es la única forma de que algunas personas sigan siendo felices un tiempo más. Cuando estás listo, te echas la mochila a los hombros, coges tus instrumentos mortales de lucha de la mesilla y te vas. Dirección: metro de Madrid. Bailas como buenamente puedes toda la coreografía del metro al ritmo de la música de tu iPod. Billeticos, andenes, transbordos y así. Sales a la calle otra vez. Recoges a tu acompañante. No puedes hacerlo solo, claro. No esta vez. Tiene más motivación que tú. Saludas amablemente a su amiga, y dos minutos después os despedís de ella. Vais en otra dirección. Otra vez en el metro, habláis de lo que ha hecho uno, el otro, el otro, y así. Dirección: tren cercanías. Tenéis suerte y cuando llegáis, justo montáis. Habláis. En los momentos de silencio, piensas en todas las cosas que pueden suceder durante la misión. Todas las situaciones peligrosas, enemigos, etc. y posibles soluciones a todo. Realmente sabes que puedes pensar lo que quieras, pero luego todo se desmorona y cuando pase lo que tenga que pasar, te quedarás congelado y sin saber qué decir. Piensas que seguramente hay unos espías de tamaño molecular que se meten en tu cerebro, apuntan todo lo que piensas, se lo dicen al viento, a los pájaros y a los árboles, y ellos transmiten el mensaje finalmente a Buda, Zeus, el Chi, Karma o como sea, para que se anticipen a ti y te destruyan. También es posible que todo te salga bien y ya está. Nunca puedes saber. Después de media hora de ésto y lo otro, llegáis "al sitio". El viento frío traspasa las ropas y os pela la piel. Os hace fácil tomar la decisión de coger autobús. Piensas que todo lo que te permita no pisar, ni oler, ni nada esas tierras, es bien recibido. Cuando bajáis, estáis ya muy cerca de la puerta del edificio. Ves a un tipo entrar con bolsas de la compra y trotas más o menos rápido para que no cierre la puerta y no tengas que hacer el esfuerzo de sacar las llaves, reconocer la buena, meterla por la cerradura y abrir. Te das cuenta de que da igual. La puerta de entrada al edificio, la primera prueba de fuego para ladrones, asesinos en serie o la momia, no se puede cerrar. Simplemente, se abre con un empujoncico. Tu acompañante ya empieza a tener malos presentimientos. Te lo hace saber. Nada más entrar ves lo que intenta ser un felpudo, o más bien una alfombra de salón en la entrada al edificio. Observas que casi no entra entre las dos paredes. Piensas que es como si alguien coge un hacha y corta un filete del lomo de un oso gigante. Atravesáis la entrada y subís las escaleras. Es en el primero. Tú esto ya lo has visto muchas veces, pero tu acompañante no. Queda perpleja ante la terrorífica arquitectura del edificio. Hace todo tipo de preguntas sobre el significado de semejante aberración. Prácticamente insulta al edificio, a las paredes, al patio interior. Éstos no parecen muy ofendidos. Vais por alrededor del patio interior hasta la puerta del piso. Tienes las llaves, pero llamas al timbre primero. Nunca puedes saber. Nadie contesta. Miras a través del cristal translúcido a ver qué intuyes. Poca cosa. Tu acompañante habla sin parar. Piensas que tiene miedo y eso produce la verborrea. Es como un sistema de defensa natural de las personas. Hablan para que no tenga cabida el silencio. Como cuando está oscuro y enciendes todas las luces que te vas encontrando y las dejas puestas. Como sea. Sacas las llaves. Dudas cuál de las dos es. Recuerdas que es la grande. La introduces en la cerradura y abres. No es como estas puertas de ahora de diez centímetro de grosor con mil tubos de acero que se incrustan en la pared, es más bien como una cortinilla de algún metal de segunda con un cristal. La puerta se mantiene cerrada únicamente por un pasador. Entráis. Oscuridad absoluta. Dices hola a la nada para ver si responde alguien. Le das al interruptor. No hay respuesta. Oscuridad total. Tu acompañante pregunta alarmada que qué pasa. Sigues hacia adelante por el pasillo. Ni un sonido ni una luz. Antes siempre había un perro, piensas. Te das cuenta de que tu acompañante sigue en el umbral. Se niega a pasar estando tan oscuro. Encuentras otro interruptor de otra habitación. No hay respuesta. Piensas que pueden haber saltado los plomos. Es algo común en un edificio tan viejo. Tu acompañante no entra. Que por qué no hay luz dice. Que qué miedo. Sin muchas esperanzas abres una de las habitaciones. Algo amargo te sacude por dentro. Ves, o más bien intuyes, un montón de cosas tiradas por el suelo, aunque no las distingues por la falta de luz. También te das cuenta de que la persiana está rota por un lado, y se ha caído hasta el alféizar. Lo primero que piensas es que la casa está abandonada. Que te están engañando. Os asustáis los dos ahora. Sigue en el umbral. Le das al interruptor de esta habitación que parece saqueada por piratas y sí, va. La habitación se ilumina y una porción del pasillo igual. Te tranquilizas al ver que la habitación simplemente está hecha un asco porque así es su dueña. Te das la vuelta. Ahí está la cocina. Das al interruptor y sí, también va. Sorprendentemente limpia. Notas una fregona apoyada a la pared. Limpieza cuatrimestral. Tu acompañante se decide a entrar. Ha recobrado el valor. Ahora no habla mucho. Vas al salón. Es una porquería. No lo miras mucho por tu bien, pero antes de apagar la luz ves por el rabillo que hay un cepillo apoyado en la pared. Siguiente objetivo en el planning de la limpieza, piensas. Sigues por el pasillo. Tu acompañante te sigue algo rezagada, maravillada ante el horror. Si fuera agresiva, seguramente te atacaría alimentada por el mal gusto en la decoración del que hace gala la casa o algo así, piensas. Llegas a la habitación objetivo. El punte clave. La montaña esa de lava en Mordor. El cuartico estilo cárcel/hospital de seis metros cuadrados te trae recuerdos. Cierras los ojos fuerte y piensas en portadas de revistas y cosas para bloquear esos recuerdos. Te centras en lo que tienes que hacer. Hasta ahora todo va bien más o menos. Tu acompañante está por el pasillo. Coges la guitarra, apoyada cuidadosamente sobre la mesa para que el perro no la chupe, ni muerda, ni se restriegue. Coges también parte del paquete que dejaste ahí la última vez. Tu acompañante te está mirando y hace comentarios sobre lo horrible del lugar. Cuando lo tienes todo, apagas y diriges la marcha hasta la salida. Cierras la puerta. Y salís rápidos del edificio. Miras la hora. Tiempo para sacar dinero. "Ella" no llega hasta dentro de unos minutos. Empezáis a andar. Dirección: cajero. Te das cuenta de que parecéis deficientes mentales por lo menos. Con la guitarra sin funda por ahí a 0 grados. Sacas el dinero necesario para pagar. Dejas la cuenta temblando, como diría una madre después de ir de compras a Zara, Oysho, Zara Home... Vuelves al edificio. Es ahí donde os vais a encontrar con "ella". Aún sobra algo de tiempo. Tu acompañante te habla sobre lo que te compadece por estar relacionado a un sitio como ése. Tomas la decisión de pagar. Hay que entrar al edificio de nuevo, dices. Tu acompañante se alerta. Sube las orejas como los perros. Pero vais. Esta vez no al piso, vais a otro. Llamas al timbre. Rezas para que esté la señora. Tu acompañante te susurra nerviosa que hay alguien en la puerta del piso Mordor. Te asomas contagiado por los nervios. La ves. Hay una chica que parece que está llamando. Justo oyes que la señora te abre la puerta, y rápido entras. La señora os invita a ambos. Cumples sacando tu sonrisa falsa y diciendo que sí a todo. Sacas el dinero, se lo das. Hasta el último céntimo. Salís dando gracias y suertes. Es la hora. Bajáis a la calle. Al punto de encuentro. El callejón. Justo "ella" te llama al teléfono. Baja, te dice. Ya llevas un rato abajo. "Ella" llega, aparca el coche y, al ver a tu acompañante, se baja a saludar. Ya se conocen. Algunas palabras de cordialidad. Estáis en mitad de la misión. Los momentos más delicados. Te esfuerzas por hacer que todo vaya rápido y sin dolor. "Ella" te da las cosas que trae en una bolsa, tú sacas las que llevas en tu mochila y se las das. Cada uno guardáis lo que habéis recibido en vuestras bolsas. "Ella" está cansada y se va que tiene que dormir. Esto te produce una satisfacción considerable y dibuja una sonrisa de las buenas en toda tu cara. Tu acompañante y tú os alejáis fuera de su campo de visión. Tenéis hambre y ponéis rumbo al sitio de comida rápida no tan rápida. La victoria abre el apetito. Cruzáis por delante de la puerta al edificio. Escalofriante, piensas. Es como un imán del mal. Tanto es así, que ves a una chica intentando entrar, pero el verte se lo impide. Es una chica no muy alta, sin pelo en la cabeza, con una mirada y unos gestos bobalicones. Se dirige a ti y te dice que la perdones, pero que si te gustaría tocar en la radio. Los espías moleculares, el viento, los pájaros y los árboles han hecho bien su trabajo, pero esta vez las deidades utilizan la información no para herir, sino para reírse un rato. Te das cuenta de que la chica te dice eso porque llevas la guitarra al aire en la mano. Seguramente vienes de dar un concierto en un bar ante cincuenta personas, o de estar en el parque cantando sobre lo bonita que es la vida del universitario. Eres cantautor. Eres Fran Perea. Miras a tu acompañante buscando ayuda. Es una estatua. Ni dice ni hace. Vuelves a la chica. Te sale la risa y dices que eres más de estar en casa que en la radio. No te responde. Te mira y te escucha. Piensas en qué tal quedaría si te dieras la vuelta y echaras a andar dejándola como una loca. Pero vuelve a atacar. Que si estás interesado en un proyecto musical en la ciudad, dice. No contigo, piensas, pero te sale simplemente que no. Acepta el trato y se va. Tu acompañante te pregunta que qué acaba de pasar. Lo comentáis de buen humor otra vez en marcha. Piensas que ser músico obra maravillas en tu vida social, pero que parecerlo también, y eso se te da mucho mejor. Cruzáis la calle y sufrís un nuevo ataque. Un niño de etnia gitana. Parecer músico obra maravillas en tu vida social. Dice que si sabes tocar. No sabes ni qué le dices, esta vez optas por la evasiva, aprovechando que vas con el impulso de haber cruzado la calle rápido. Te pone las cartas sobre la mesa y te hace la pregunta trampa. Que si le dejas la guitarra para que toque. Sí. Esperas hasta haberte alejado unos centímetros más de él y le dices que es que tienes prisa y os vais a cenar. Piensas que vaya casualidad que las únicas cuatro personas que deben de estar en ese momento en la calle os hayáis encontrado en esos trescientos metros cuadrados. Llegáis al sitio de la comida rápida no tan rápida. Pedís. Esperáis...esperáis. Tomáis la comida y os vais. Tu acompañante se da cuenta de que el producto no está cortado en pedazos y es imposible de comer, se indigna y exige una satisfacción. Los dependientes cortan la comida y os vais. Es una ciudad fantasma y oscura ésta. Todo ha acabado, piensas. Autobús de vuelta a la estación. Cercanías de vuelta a la ciudad. La paz y la tranquilidad de la gran ciudad, de los humos, de los cláxones, de la gente que pasa a tu lado y te ignora, de lo masivo, de las luces, de llevar una guitarra desnuda en la mano y que no pase nada.

sábado, 6 de marzo de 2010

miércoles, 3 de marzo de 2010

jueves, 25 de febrero de 2010

Mi hija come de todo.

Yo quiero una casita con el tejado verde-negro.

lunes, 22 de febrero de 2010

No todo el monte es orégano.


¡Macedonia! (macho macho macho)

viernes, 12 de febrero de 2010